La delgadez que nunca se alcanza
Sin darme cuenta, durante muchos años estuve jugando un juego mundial. Jugaba a bajar de peso y no llegar a destino jamás. Aunque a veces tocaba la meta, allí mismo me aparecía otra meta más allá, o volvía a subir y me encontraba, otra vez, queriendo bajar.
Yo nunca he visto a un dietario en un mantenimiento declarado, incluyéndome. Creo que mientras consideremos al peso corporal como algo atribuible a nuestro control, exclusivamente a nuestro control, tal cosa no es posible; después de todo, más que cualquier otro factor, lo que me ha hecho gorda, con o sin sobrepeso, son estas maneras de buscar lo perfecto, lo que “tiene que ser”, y nada más fácil que buscar el cuerpo “que tiene que ser”.
Pecamos... Pecar significa en griego “errar el blanco”, no acertar; y es curioso que usemos esta palabra cuando comemos algo que “no tiene que ser”, según nuestra odiosa y perseguidora “policía alimentaria”; aunque, con toda certeza, erramos el blanco cuando jugamos a “peso que quiero: yo te alcanzo y vos alejate”.
Soy gorda, aunque no estoy gorda. Esto es así porque mi historia fue así. Ahora soy la síntesis de mi historia. Por eso me parece que no es sano jugar este “juego de nunca acabar”.
La lucha que perdí en mi infancia la gané con creces en mi adultez, con mi recuperación. Comencé a ganarla cuando me di cuenta que los kilos que me hacen “normal”, real, legítima, aunque no flaca, son las heroicas cicatrices de una guerra ganada a mi intolerancia, a mi pelea conmigo, tan bien aprendida desde pequeña cuando me salía lo que “no tiene que ser”. No es sano que busque eternamente “ése” peso flaco, como si nada me hubiera pasado.
Me interesa llegar a ser yo misma: esa desconocida llena de matices, de luz y oscuridad, que voy descubriendo poco a poco y que me encanta.
Es interesante: Yahvé, uno de los nombres de Dios, significa literalmente “llegar a ser”; pero, ¿cómo llegaré a ser si mi cuerpo es el que se supone que tiene que ser? La condición del devenir es lo desconocido, lo fértil por venir que, paradójicamente, no puede acercarse a mí a menos que me vincule conmigo amorosamente tal y como soy, aunque no me guste. No estoy ciega ni soy estúpida: veo mis rollos, mis estrías y blanduras; no me gustan. Aún así, con todas mis no-perfecciones, me veo como si yo fuera una obra de arte: del arte de Dios, de la Vida, del Universo; y por esta visión, por esta “aceptación”, puedo dejar de jugar al deporte mundial del cuerpo-que-no-tengo-y-me-empeño-en-tener. Es un deporte dañino, insalubre, aunque muy entretenido; me entre-tiene (me tiene-entre) Mientras me tengo “entre”, no me tengo.
Elena B. Werba
Sin darme cuenta, durante muchos años estuve jugando un juego mundial. Jugaba a bajar de peso y no llegar a destino jamás. Aunque a veces tocaba la meta, allí mismo me aparecía otra meta más allá, o volvía a subir y me encontraba, otra vez, queriendo bajar.
Yo nunca he visto a un dietario en un mantenimiento declarado, incluyéndome. Creo que mientras consideremos al peso corporal como algo atribuible a nuestro control, exclusivamente a nuestro control, tal cosa no es posible; después de todo, más que cualquier otro factor, lo que me ha hecho gorda, con o sin sobrepeso, son estas maneras de buscar lo perfecto, lo que “tiene que ser”, y nada más fácil que buscar el cuerpo “que tiene que ser”.
Pecamos... Pecar significa en griego “errar el blanco”, no acertar; y es curioso que usemos esta palabra cuando comemos algo que “no tiene que ser”, según nuestra odiosa y perseguidora “policía alimentaria”; aunque, con toda certeza, erramos el blanco cuando jugamos a “peso que quiero: yo te alcanzo y vos alejate”.
Soy gorda, aunque no estoy gorda. Esto es así porque mi historia fue así. Ahora soy la síntesis de mi historia. Por eso me parece que no es sano jugar este “juego de nunca acabar”.
La lucha que perdí en mi infancia la gané con creces en mi adultez, con mi recuperación. Comencé a ganarla cuando me di cuenta que los kilos que me hacen “normal”, real, legítima, aunque no flaca, son las heroicas cicatrices de una guerra ganada a mi intolerancia, a mi pelea conmigo, tan bien aprendida desde pequeña cuando me salía lo que “no tiene que ser”. No es sano que busque eternamente “ése” peso flaco, como si nada me hubiera pasado.
Me interesa llegar a ser yo misma: esa desconocida llena de matices, de luz y oscuridad, que voy descubriendo poco a poco y que me encanta.
Es interesante: Yahvé, uno de los nombres de Dios, significa literalmente “llegar a ser”; pero, ¿cómo llegaré a ser si mi cuerpo es el que se supone que tiene que ser? La condición del devenir es lo desconocido, lo fértil por venir que, paradójicamente, no puede acercarse a mí a menos que me vincule conmigo amorosamente tal y como soy, aunque no me guste. No estoy ciega ni soy estúpida: veo mis rollos, mis estrías y blanduras; no me gustan. Aún así, con todas mis no-perfecciones, me veo como si yo fuera una obra de arte: del arte de Dios, de la Vida, del Universo; y por esta visión, por esta “aceptación”, puedo dejar de jugar al deporte mundial del cuerpo-que-no-tengo-y-me-empeño-en-tener. Es un deporte dañino, insalubre, aunque muy entretenido; me entre-tiene (me tiene-entre) Mientras me tengo “entre”, no me tengo.
Elena B. Werba
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